La apertura del Museo Guggenheim, diseñado por Frank Gehry, obró milagros en Bilbao. Gracias a este prodigio de la arquitectura icónica, la ciudad voló sin escalas de la grisura posindustrial a los brillos de la economía terciaria; de una gravísima crisis estructural a un mañana esperanzado.
Alcaldes y presidentes autonómicos de toda España vieron en el ejemplo bilbaíno la llave de su futuro. Atribuyeron a la arquitectura más espectacular y a los arquitectos estrella el potencial transformador que antaño aseguraba una sociedad organizada y emprendedora. Un edificio espectacular con firma de postín –Calatrava, Hadid, Herzog & De Meuron, Foster, Eisenman...– les pareció garantía de visibilidad global, imán de turistas y estímulo para la economía local.
Sin pensarlo dos veces, se echaron en brazos de la arquitectura supuestamente milagrosa. Valencia, Zaragoza o Madrid, ciudades de tradición arquitectónica más sólida como también Barcelona o Santiago, experimentaron este frenesí. Una tras otra contrataron a los más rutilantes y expresivos astros del firmamento arquitectónico internacional, a menudo descuidando la proporción entre la necesidad y el precio de las monumentales obras que les encargaron. Este fenómeno, apreciable en diversos países occidentales, tuvo en España efectos sobresalientes debido al arrojo y la inexperiencia de algunos clientes públicos.
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